La mayor ilusión de sus padres era que el niño les saliera músico.
Por eso, en cuanto tuvo edad le calzaron una guitarra y le reservaron plaza en el conservatorio.
No se le daban mal los pentagramas, pero a esas edades tan tiernas los amores son fugaces y pronto cambió las doce cuerdas por la pelota de color naranja.
Y eso que un galeno le había diagnosticado una cojera irreversible si no abandonaba de inmediato la práctica deportiva.
La culpa era de una malformación en la cadera.
Aquel médico era un genio, y el chiquillo lo sería más tarde.
Se llamaba DRAZEN PETROVIC y a partir de aquel dictamen empezó a dar recitales todas las noches.
Pero una tarde de junio, día siete bordeando las agujas las 17:20, un camión marca Mercedes impactó de forma brutal contra el vehículo en el que viajaba y su talento, su magia, su pasión por este deporte y esos gestos irrepetibles se apagaron para siempre.
Han sido muchos como él los que tampoco pudieron fintar a ese taciturno rival llamado destino.
(Relato leído el viernes 18 de febrero de 2011 en La Deporteca de Radio Marca)
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