Charles Robert Darwin (12 de febrero de 1809 – 19 de abril de 1882)La semana pasada el camarada Aivan comentaba aquí mismo que la muerte de Luciano Re Cecconi era digna de un Premio Darwin. No le faltaba razón. Estos premios se otorgan a personas que, en edad legal para conducir y sin padecer retraso mental, pierden su vida de una forma tan estúpida como la del mediocampista italiano. Por lo general se entregan a título póstumo, pero hay algunas excepciones que son dignas cada año de una Mención Honorífica del jurado porque el protagonista sobrevive de puta casualidad a su asombrosa falta de sensatez.
Y aquí es donde entra el fútbol. El apunte de Aivan me refrescó la memoria devolviéndome tan nítida como entonces la imagen de un futbolista que causó pavor en los terrenos de juego británicos durante las dos últimas décadas. No, no se trata de Vinnie “Crazy Gang” Jones ni de un hijo futbolista de Nobby “Nosferatu” Stiles. La criatura se llama Duncan Ferguson y nació para repartir leña el 27 de diciembre de 1971 en Striling (Escocia). Se hizo profesional con apenas dieciocho años en el Dundee United (1990-1993) y enseguida llamó la atención de los equipos más pudientes. Los mandarinas no pudieron retenerle y lo vendieron por cuatro millones de libras al Glasgow Rangers (1993-1994). De ahí pasó al Everton (1994-1998) por otro pastizal (800 millones de pesetas que le convirtieron en el jugador más caro en la historia de la Premier en ese momento), hasta que Ruud Gullit se agarró a él como un clavo ardiendo cuando era entrenador del Newcastle para reflotar un equipo que iba cuesta abajo y sin frenos. Las urracas pagaron por sus servicios siete millones de libras, un dineral en la época. En St James' Park no tuvo suerte y fue devuelto por la mitad del traspaso al Everton donde alcanzaría la categoría de leyenda. Pero en Goodison no fue mitificado por goles antológicos sino por su entrega y sus métodos expeditivos dentro de las cuatro líneas de cal. Habitual en cualquier trifulca o rifirrafe, el tanque escocés patentó su genuina forma de saltar de cabeza siempre con los codos por delante. Ferguson jugaba de delantero, era un nueve británico de los de toda la vida, con la calidad justa pero con unas dimensiones similares a las de un armario empotrado. Al abrigo de sus casi dos metros de estatura y sus ochenta y tantos kilos de peso tocaba de primera y de vez en cuando la metía entre palos. Tenía un aceptable juego al primer toque y era difícil quitarle la pelota por las buenas y por las malas era misión imposible. Utilizaba con la misma destreza los codos y los pies. Duncan Ferguson era un tipo con malas pulgas, una mala burra y por eso en sus dieciséis años de carrera se convirtió en un habitual en las libretas de los colegiados: fue expulsado ocho veces con tarjeta roja y le mostraron más de setenta cartulinas amarillas. Se ganó a pulso apodos como Duncan Disorderly o Drunken Ferguson. Aún así llegó a ser internacional con su país.
Sin embargo su desamueblada cabeza le hizo visitar varia veces los tribunales de justicia.
En 1993 quedó en libertad condicional por agredir a un desconocido en un hotel. Tenía veintiún años, y a pesar de que seis meses antes había sido juzgado y condenado por un hecho similar, el juez prefirió no meterlo entre rejas esperando que así pudiera dar un giro en su vida. Craso error. Un pescador sufrió su ira poco después y el 16 de abril de 1994, jugando con el Rangers, le partió la nariz de un salvaje cabezazo a John McStay, del Raith Rovers. La avería fue de esas que hacen pupa, pues fueron necesarios más de treinta puntos de sutura para reconstruir el tabique del infeliz deportista. Fue condenado a tres meses de cárcel por un tribunal de Edimburgo aunque realmente sólo pasaría a la sombra cuarenta y cuatro días. Se convertía así en el primer futbolista profesional en cumplir condena por un delito cometido en el terreno de juego. Luego tuvo vacaciones forzosas durante doce partidos de liga.
Con esta miserable hoja de servicios, a todos se nos iría enseguida de la cabeza la idea de intentar quitarle algo a Big Dunc. A todos menos a Michael Pratt y Barry Dawson, que en su afán por opositar a los Premios Darwin, asaltaron en 2001 la casa de Ferguson con tan mala suerte que la bestia estaba agazapada dentro en ese momento. Dawson dijo aquello de “piernas para que os quiero” y consiguió ganar la calle, pero Barry fue placado por el delantero centro que lo pateó por todo el cuerpo hasta la extenuación. Tuvo que ser ingresado después de la tocata y tras pasar tres días en el hospital la recompensa les llegó a estos dos desgraciados con la Mención Honorífica “At Risk Survivor” en los Darwin de ese mismo año. Se lo merecían. Era imposible encontrar dos imbéciles de mayor calibre.
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