martes, 30 de marzo de 2010

Se llama Joannie

Pocas veces en mi vida he sido testigo de una retransmisión con una carga emotiva tan salvaje como la de la otra tarde.
Fue durante la redifusión del programa corto de patinaje artístico de los Juegos Olímpicos de Vancouver 2010.
Dos mujeres tuvieron la culpa de que el canto de un duro se interpusiera entre mis lagrimones y la alfombra del salón.
Una se llama Joannie Rochette, la protagonista de la historia, la patinadora que defendió la bandera local deslizándose como un cisne sobre el hielo del Pacific Stadium, y la otra, que lo estaba narrando al mundo era la inigualable Paloma del Río, el suave murmullo de los deportes minoritarios en TVE.
La historia arrancó al retirarse del calentamiento las cinco últimas competidoras.
Le tocó el turno entonces a la laureada campeona norteamericana que interpretó sin errores de bulto su ejercicio a los acordes del popular himno uruguayo La Cumparsita.
Algo raro estaba pasando, o por lo menos a mí me lo parecía. La narración de Paloma del Río se fue poco a poco resquebrajando, mientras abajo, sobre la pista helada, empezaron a asomar las primeras gotas cristalinas a los ojos de la delicada y frágil número uno canadiense.
Cuando clavó las cuchillas sobre el témpano y saludó desde el centro recibió una ovación de esas que jamás se olvidan. El poliedro puesto en pie la despidió con tal estridencia que lo mismo parecía una estampida de búfalos.
Paloma del Río comenzó entonces a sollozar en la cabina micrófono en ristre y empezó a relatar lo que veía a su alrededor: suizos, ingleses, italianos, compañeros todos y periodistas desplazados al evento olímpico envueltos en un mar de emociones incontenibles e imposibles de disimular.
Algo grande había pasado ahí abajo al tiempo que esa estilizada cigüeña abría de par en par la puerta para ingresar definitivamente en la historia de los cinco aros.
No fue la nota, la tercera mejor de la noche, si no algo mayor aún.
Esa mujer, la galana Joannie Rochette había competido dos días después de conocer la muerte por infarto de su madre en el mismo Vancouver.
Fue su propio padre quién le dio la trágica noticia, pero a pesar de ello decidió continuar adelante con su aventura sabiendo de antemano que, por más que sus capacidades técnicas y psicológicas eran suficientes para poner patas arriba el pabellón, ese día iba a echar de menos en la grada el limpio palmoteo de las manos de su mamá.

miércoles, 17 de marzo de 2010

Papá en la tribuna


“Los niños empiezan queriendo a sus padres;
cuando se hacen mayores, los juzgan;
algunas veces, los perdonan.”

Oscar Wilde

Si soy sincero reconozco que me hubiese gustado llegar a la primera división y vivir de los réditos de profesional el resto de la vida pero si no lo hice no fue por falta de condiciones.

Al viejo también le hubiese encantado. Siempre me lo restregaba cuando alguno de los que llegaron se asomaba por la televisión o la tapa de algún diario deportivo: "Míralo, si no te alcanzaba ni a los tacos de la bota” o “Ese la daba con la uña y ahí lo tienes, jugando la Copa de Europa, ¿y tú?”.

No sé si soy justo recordando esto ahora, pero las noches en una habitación de hospital dan para esto y mucho más. El tiempo parece echar el freno de mano y en esas te da tiempo a bajarte y hacer parada en muchos momentos que parecían haberse caído de la memoria.

Porque el viejo está mal y lo sabemos, y por eso estamos aquí todos haciendo las rutinas de la vida en pleno sanatorio, viviendo al borde del fuera de juego y rogando a Dios para que el pitido de los aparatos que lo mantienen en el partido no detenga su cadencia.

No fue repentino. Ya eran varios los días que andaba mal. La vieja también lo notó y me telefoneó para contarme que algo no marchaba bien. Yo, que no les veo tan a menudo, no le di mucha trascendencia a la denuncia de mamá. “Será el cambio de tiempo”, le dije para animarla.

No, no era el tiempo, ¡qué va¡. La culpa de todo la tenía un trombo que le atizó de lleno en la cabeza, le dejó medio cuerpo paralizado y un boquete tan grande en pleno cerebelo que a la mañana siguiente al ingreso ni siquiera supo quién era yo.

Desde entonces la cosa fue empeorando cada día. “Son casi setenta años”, nos decíamos entre los familiares, intentando animarnos al tiempo que íbamos despejando el camino para hacer más llevadero el mal trago.

Porque verlo ahí, amarrado a ese montón de tubos y sin poder defenderse a mí me llegó muy adentro.

“Ese no es mi viejo”, pensaba cada vez que apuntaba los ojos hacia él. Y es que la mayor parte del tiempo me la pasaba sujetando la cabeza entre las manos con un codo en cada rodilla y llorando sin parar, supongo que de rabia o vete tú a saber de qué.

El había sido defensa central en los regionales de nuestro club. Un jugador que nunca había pasado de discreto, de técnica discutible, que salía en el periódico porque la alineación era obligatoria, pero al que nadie jamás pudo discutirle su desgaste al saltar al terreno de juego.

Cuando conoció a mi madre tardó poco más de dos años en dejar de jugar. Eso creo que fue con treinta y pocos años y al poco me tuvieron a mí.

Recuerdo las mañanas de los sábados. Eran las mañanas de partido cuando éramos locales. A las nueve el viejo ya estaba sacándole lustre a los botines y preparándome los trastos para la batalla.

Arranqué en esto del fútbol en los alevines. Íbamos todos los amigos del colegio: los del A de Don Matías, los del B de Don Federico y los del C de Don Jesús. Entrenar era como un recreo pero más largo.

Antes de llegar al campo papá siempre se paraba en el bar de Paco y devoraba el Marca como si fuera un croissant gigante. Paco había jugado con él y se conocían desde niños. Los dos eran apasionados del fútbol, sólo que mi padre era del Real Madrid y Paco era del Barca. Aquellos minutos casi siempre derivaban en discusión. Que si el entrenador no tiene ni idea, que si tal o cual gana demasiado y al final siempre la misma despedida: “Paco, éste me va a retirar a mí del ladrillo, ya verás”.

Yo empecé jugando de lateral izquierdo porque zurdos no somos muchos, pero a mi padre nunca le gustó ese sitio para mí.

Cuando volvíamos en coche después del partido, o ya en casa, solía decirme que yo tenía que jugar más adelantado: “Lo que pasa es que ese que tenéis en el banquillo no sabe de esto. Si me hiciera caso a mí…”.

Al infantil pasamos sólo algunos y en el cadete sólo quedamos tres de los del principio. Entonces yo ya jugaba de volante por la izquierda y solían venir a vernos señores de equipos de la capital.

Lo del viejo fue a peor. Cuando atacábamos hacia la portería que da al pabellón yo caía por el lado de tribuna y allí estaba él haciendo de entrenador y pagando sus frustraciones con el colegiado o el tipo del banderín que cubría aquel lateral.

Aquello llegó a convertirse en algo insoportable. No iba mucha gente a vernos y eso fue lo que me hizo aguantar. Yo sé que en el fondo él quería lo mejor para mí, pero llegué a sentirme avergonzado cuando un “¡Hijoputa¡, ¿qué pitas?” o algo parecido salía de su boca en dirección al árbitro de turno.

Los partidos pasaron de ser una diversión a convertirse en un examen final. En el coche, en casa o en cualquier lugar y ante cualquiera que pasara por allí los análisis eran exhaustivos y sentencias del estilo “¡Cómo dejas que te ganen la espalda de esa manera¡” o “Si no le echas huevos a primera no llegas” se convirtieron en algo tan habitual como el desayuno.

No sé ahora muy bien en qué fecha del campeonato estábamos, creo que la doce o la trece. Ese día empecé en el banquillo, no porque hubiera alguno mejor que yo, si no porque quise tener un dolor en la parte posterior de la pierna. Y digo quise porque fue eso, una lesión que no era tal. No tenía ganas de jugar, simplemente era eso. Y no quería pasar por aquel lateral del campo donde mi viejo sacaba medio cuerpo por encima de la valla para amenazar a los rivales y a los jueces.
Tiré con la lesión hasta final de liga y el segundo año de cadetes ya no volví por allí.

Ahora que lo miro ahí entubado recuerdo el día que le dije que lo dejaba porque lo de la pierna no mejoraba.

“Pero si este año en primera vais a jugar contra estos y estos otros…”

Le costó asimilarlo, lo sé, y yo mismo pude sentir su pena, pero él mismo fue el que me apartó.

Por eso ahora que le queda poco necesito perdonarlo por lo que me hizo y también necesito pedirle perdón por haber matado su ilusión de verme jugando con los grandes y de paso obligarlo a tirar hasta hace nada encima de un andamio.

Voy a esperar un par de días, por si se recupera. Después de todo para ser un buen hijo no hace falta ir convocado por la selección nacional.

martes, 9 de marzo de 2010

Los dos golpes de estado de Carlos Humberto Caszely, apodado "El Chino"

Harto de pelear con dictadores y militares, Carlos Humberto Caszely, el rey del metro cuadrado, hincó finalmente la rodilla en el iluminado gazón del Olímpico de Berlín el 14 de junio de 1974 en partido que Chile perdió ante los anfitriones gracias a un disparo lejano de Breitner que se coló por arriba en la portería custodiada por Vallejos.

El lamentable show del colegiado turco Dogan Babacán convirtió a Carlos Humberto Caszely en el primer jugador expulsado con tarjeta roja en la historia de los mundiales. Sesenta y ocho minutos tardó en ponerle dos amarillas el otomano a la figura andina, la segunda de ellas a todas luces injusta por repeler una dura entrada de Berti Vogts.

Gloria como jugador de Colo Colo de Chile y personaje capital en la sociedad de la época, el Chino Caszely no necesitaba la complicidad del trencilla para ocupar una página en los libros de historia.

Yo lo conocí en un video club de La Corredoria y esta es la historia de aquel casual encuentro: Paisito de Ana Díez.




Hay días en los que la suerte se pone de parte de uno y le permite encontrase pequeños tesoros cinematográficos escondidos en las estanterías del videoclub.

Paisito, de la realizadora navarra Ana Díez, es uno de estos hallazgos.

Cuenta la historia de Xavi, un jugador uruguayo hijo de gallegos que llega a Osasuna de Pamplona en la temporada noventa y siete cuando el equipo rojillo malvivía en la segunda división española.

En un entrenamiento en Tajonar se reencuentra con Rosana, amiga de la infancia con la que compartió algo más que juegos y juntos recuerdan los convulsos años vividos en su Uruguay natal, en los tiempos en que Pedro Rocha goleaba para la selección oriental y palpitaba un golpe de estado en ciernes que se concretaría el 27 de junio de 1973 cuando el entonces presidente, Juan María Bordaberry, disolvió el parlamento con el apoyo de las Fuerzas Armadas.

Paisito llega hasta aquí, pero la pelota de la historia y la historia del fútbol siguieron girando caprichosas.

En medio de ese ambiente de sospechas mutuas y tensiones contenidas, el Estadio Centenario de Montevideo fue testigo del partido en el que Independiente venció a Colo-Colo de Chile en el desempate de la Copa Libertadores por dos goles a uno.

Carlos Humberto Caszely, apodado El Chino y máximo anotador en la historia del Colo-Colo, haría la igualada para El Eterno Campeón apenas quince días antes de la sublevación militar, pero la copa cruzaría el Río de La Plata rumbo a la vitrina del Rey de Copas argentino.

Caszely colaboraba entonces con el gobierno chileno de Salvador Allende trabajando en la planificación de políticas deportivas populares.

En ese desempeño se hallaba, cuando otro nuevo golpe a la democracia se cruzaría en el camino del El Rey del Metro Cuadrado.

"Esta será seguramente la última oportunidad en que me dirijo a ustedes... Yo no voy a renunciar.... Pagaré con mi vida la lealtad del pueblo... Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregáramos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos no puede ser segada definitivamente... No se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos...".

Así se despedía Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973 cuando el Palacio de La Moneda era bombardeado por los militares afines al general Augusto Pinochet .

Había pasado un mes y poco del levantamiento en Uruguay cuando llevaron a Hugo Lepe , defensor de Colo-Colo y a miles opositores a los bajos del Estadio Nacional, el mismo en el que la concurrencia le dedicó a Caszely un tremendo coro en la Copa Libertadores al convertir un gol de antología al Emelec de Ecuador, y que los golpistas habían convertido en centro de internamiento y tortura.

La represión a su familia le trajo a España para seguir jugando a la pelota en el Levante y en el RCD Espanyol, pero otros como Víctor Jara jugaron su último partido en aquel escenario monumental.

Son cinco minutos.
La vida es eterna en cinco minutos.
Suena la sirena de vuelta al trabajo,
y tú caminando, lo iluminas todo.
Los cinco minutos te hacen florecer.


Te recuerdo Amanda (Víctor Jara)

Tres días más tarde Pablo Neruda,uno de los mejores amigos del presidente asesinado , disparaba con su magistral pluma a los traidores de la patria en Confieso que he vivido:

"Escribo estas rápidas líneas para mis memorias a sólo tres días de los hechos incalificables que llevaron a la muerte de mi gran compañero el presidente Allende. Su asesinato se mantuvo en silencio; fue enterrado secretamente; sólo a su viuda le fue permitido acompañar aquel inmortal cadáver .

Tenían que aprovechar una ocasión tan bella. Había que ametrallarlo porque nunca renunciaría a su cargo. Aquel cuerpo fue enterrado secretamente en un sitio cualquiera. Aquel cadáver que marchó a la sepultura acompañado por una sola mujer que llevaba en sí misma todo el dolor del mundo, aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las metralletas de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile".


Porque Neruda es la historia sincera y limpia de Chile, y esa historia está jalonada de goles del Chino Caszely .

Porque Colo-Colo, en palabras del poeta, es un poema, y para el seguidor de El Cacique no hay mejor verso que un regate de Caszely, aunque muchos de ellos los haya tenido que dar por fuera de su querida tierra.

Y porque los jugadores de Colo-Colo saben desde entonces de boca del presidente Allende que "no siempre se gana, interesa también que el esfuerzo sea de correctos deportistas".

Que sirva como ejemplo.

miércoles, 3 de marzo de 2010

Mi ídolo era Panchito Guerrero

Pocos jugadores de fútbol me han ilusionado tanto como Francisco Guerrero. Lo descubrí por casualidad en el año 1998 en el Torneo de Esperanzas de Toulon.
Por aquel entonces yo estudiaba en Gijón, y el piso de estudiantes que compartía equipaba una fabulosa antena parabólica con la que sintonizábamos infinidad de canales temáticos, y entre aquellos estaba Eurosport, que retransmitía en directo los partidos del campeonato, además de otros deportes desconocidos para mí como el curling o el snooker.

El Torneo de Esperanzas de Toulon es una especie de campeonato mundial oficioso que se celebra en esta pequeña localidad francesa desde el año 1967 y a la que acuden los mejores equipos y selecciones del planeta con jugadores menores de veintiún años.

Allí acudió la albiceleste dirigida por José Néstor Pekerman, con un plantel que a día de hoy pone los vellos de punta: en el arco Bizarri; delante Gaby Milito y Walter Samuel; la media era para el Huesitos Galletti, Lionel Scaloni y Riquelme y arriba, con el gol entre ceja y ceja Bernardo Romeo y Panchito Guerrero.

Este último fue el que me dejó hechizado, y como a mí, al centenar de ojeadores que pululaban por el Estadio Mayol durante el torneo.

Salió máximo goleador junto a Emile Heskey, de Inglaterra, y todos los equipos punteros de Europa lo tenían marcado con una cruz en sus agendas. Sólo Riquelme le privó del Balón de Oro al mejor jugador, pero supongo que los organizadores pensaron que lo más justo era repartir los galardones entre todos.

Cuando supe que Panchito jugaba para Independiente de Avellaneda, mí otra pasión futbolera allende los mares, me empecé a interesar por su carrera.

Iba para figura importante, como siempre aseguró César Luis Menotti, que lo hizo debutar el 16 de octubre de 1994 con la camiseta de El Rojo ante Gimnasia de Jujuy.

Un año después sería Campeón Mundial sub 20 en Qatar compartiendo equipo con el Caño Ibagaza y quedando arriba de selecciones como la española de Raúl, Morientes, Etxebe , Salgado y De la Peña, Brasil, con Caio , Portugal con Nuno Gomes, Dani y Beto, el Japón de Nakata o la Australia de Mark Viduka.

Hizo dos goles en aquel campeonato, y uno de ellos en la final ante los brasileiros.

Al Flaco le leí después que si en Barcelona querían ser grandes tenían que fichar a Panchito.

Pero la estrella de Independiente se fue apagando poco a poco por culpa de los cruzados de la pierna derecha que lo sumieron en un agujero negro del que jamás pudo volver.

Salía de una de nueve meses y se volvía a romper y ya nunca volvió a ser aquel jugador mágico en un baldosín y desconcertante para las defensas rivales.

Cayó en el olvido y asomó la cabeza un poco cuando dio el salto a Europa para jugar en la liga suiza con el Zurich y el Basilea.

Volvió a Argentina para enrolarse en Estudiantes de La Plata y regresó al país alpino donde sigue tan pancho a sus treinta y dos años.

Pudo ser, pero se quedó en el camino aquel proyecto de enganche, y ni él ni yo pudimos ver cumplido nuestro sueño:

Ver la once del Barcelona con su apellido grabado en el lomo.

Ese era su sueño, jugar en el club Barcelona, de España.

"Preferiría que mi carrera continúe en ese país. Por el prestigio internacional que tiene Barcelona me gustaría integrar ese equipo. ¿Te imaginás lo que sería estar en el ataque junto con Giovanni? Bueno, la esperanza es lo último que se pierde".

Estas palabras son del sábado 14 de marzo de 1998.

Lástima que sus rodillas tuvieran pensado otro destino para él.