(Piacenza, Italia, 9 de agosto de 1973)
No me gusta Inzaghi, lo reconozco, nunca me ha gustado, pero últimamente me acuerdo de él más de lo que me gustaría.
Cuando alguien, por ejemplo, habla de Gigante, la obra cumbre de George Stevens, su nombre revolotea de repente en mi cabeza sin saber por qué.
Y no, no es que le encuentre algún parecido con James Dean, que va.
Lo que pasa es que si hay un jugador de fútbol capaz de sacar petróleo de la nada ese es el Gran Pipo.
Y es que allí arriba, sólo y rodeado de defensores, alejado de todo y de todos rezuma cierto tufillo que me recuerda el carácter esquivo del icono pop del siglo pasado.
Porque Filippo Inzaghi siempre me ha parecido un gran comediante, una especie de actor frustrado.
Quién no lo ha visto alguna vez reclamándole al trencilla de turno con ese gesto tan italiano de juntar los dedos con las palmas hacia arriba o dejándose caer en el área como si le hubiesen pegado un tiro.
Ese es Súper Pipo, el único futbolista del mundo capaz de pasar por Gary Cooper en Sólo ante el peligro, al límite de todo y viviendo en un fuera de juego casi permanente.
Y todo sin ser ni muy rápido ni muy fuerte.
Al contrario.
Es el tipo más austero técnicamente que he visto en mi vida.
Me resulta imposible recordarle un sólo regate.
Pero ahí donde se deciden los partidos, al borde de los doce pasos, el nueve del AC Milan se siente cómodo, muy a gusto.
La rutina del gol le resulta tan familiar como cepillarse los dientes en el baño de casa.
Ahí no tiene rival.
Si la recibe el tiempo se detiene a mirarlo mientras se cocina la sentencia.
El Pipo la cuela seguro, y si es en el alargue, pues mejor todavía.
Porque Gol es Inzaghi, aunque a mí no me acabe de convencer.
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