Aquel Club Atlético Vélez Sarsfield de Carlos Bianchi fue un equipo que me dejó buenos recuerdos: Chilavert en la meta, la zona ancha para el Tito Pompei y Basualdo...
Nunca se acercó por palmarés a los cinco grandes del fútbol argentino, apenas unos cuantos campeonatos nacionales, y sin embargo, aquel primero de diciembre del año noventa y cuatro fue capaz de tumbar contra todo pronóstico al implacable AC Milan en la Copa Intercontiental.
Ese equipo rossonero, con Tassoti, Baresi, Maldini, Boban, Desailly, Massaro, Albertini y compañía, había borrado del mapa futbolístico al FC Barcelona de Johan Cruyff en el Olímpico de Atenas la primavera anterior y sin embargo, los fortineros, con un plantel a la altura para la época, vencieron por 2-0 en la final disputada en el estadio Kasumigaoka de Tokio.
La fecha histórica arrancó hacia las seis de la mañana en el bonaerense barrio de Liniers, donde está ubicada la sede del club del escapulario.
Miles de aficionados abarrotaban una hora antes del inicio pactado el estacionamiento del José Amalfitani para seguir a través una gigantesca pantalla los lances un partido que arrancó con dominio abrumador del equipo italiano hasta que Costacurta decidió que aquella mañana era un buen momento para colgar definitivamente la camiseta: penalty sobre Turu Flores y gol del capitán Roberto Trotta primero, y error inolvidable e impropio de sus galones en una cesión sobre Rossi que el Turquito Assad mandó al fondo de la red.
"Casi todo Vélez Sarsfield era un enorme potrero, una sola y descuidada cancha de fútbol. Un día nos refugiamos de la lluvia en el túnel de la estación y resolvimos fundar un club de veras"
Casi cien años después ese club era una realidad y se convirtió en Campeón de Mundo adiestrado con maestría por el hombre que de corto más goles dio para esa remera: Carlos Bianchi, el Virrey de Liniers.
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