jueves, 29 de octubre de 2009

Tragedia en el Monumental

Después de mostrarle al mundo entero la estrella en el partido del estadio Azteca, quedan pendientes para próximas fechas de la gira federativa las visitas al estadio Wembley de Londres (ni por asomo será lo mismo), al estadio Centenario de Montevideo y al majestuoso y sugerente cercado de Maracaná. Así completaremos el repóquer de coliseos imprescindibles que desde Santa Úrsula salta este miércoles al Estadio Monumental de Buenos Aires, la casa de Club Atlético River Plate, esa vieja herradura acostumbrada de forma casi perpetua a catar buenas tardes de fútbol.
El nivel de exigencia en el poliedro de Núñez es siempre elevado, porque sobre ese pasto deleitaron a la platea inolvidables como Bernabé Ferreyra, el mortero de Rufino, aquella Máquina sabiamente engranada por Labruna, Lostau, Moreno, Muñoz y Pederdena, el exquisito Omar Sívori, el aroma del Mariscal Roberto Perfumo, un diez de esos que sólo puede criarse en un potrero como Beto Alonso o un prestidigitador del tiento venido de la otra orilla como El Principito Enzo Francescoli.
Seguro que los nuestros dejan el listón casi tocando el cielo.
Pero la historia del Monumental no se escribe sólo a base de gambetas y vueltas olímpicas.
Porque a pesar de que allí los partidos de fútbol también duran reglamentariamente noventa minutos en dos partes iguales de cuarenta y cinco sin incluir el descuento, y también los hay que necesitan prolongación en forma de quince más quince, hubo otros que no terminaron nunca, como el celebrado en esta cancha el 23 de junio de 1968.
El súper clásico de Buenos Aires entre River y Boca terminó en un insulso empate sin goles y con una temperatura exigente de doce grados centígrados que invitaba a la concurrencia a volver a casa lo antes posible para seguir la jornada a través de los transistores.
Pero hubo algunos nunca volvieron.
Fueron setenta y uno, todos bosteros que bancaron por Boca, los que jamás pudieron atravesar la puerta 12.
Al intentar desalojar la tribuna alta Centenario, donde desde siempre se confina a los hinchas visitantes comenzaron las avalanchas. Y ahí fue donde se encontraron cara a cara con la muerte, entre el descanso de la primera planta y la calle Figueroa-Alcorta donde desaloja la 12, en medio de un túnel oscuro y resbaladizo con ochenta interminables escalones que fueron incapaces de superar.
Dicen que la policía a caballo reprimió con fuerza a las primeras unidades de la barra boquense que ganaron la calle entre consignas peronistas y tuvieron que retroceder; otros dicen que los molinetes estaban colocados; los más dicen que la puerta de acordeón estaba cerrada y con el cerrojo condenado. Lo cierto es que la media de edad de los muertos no superó los diecinueve y que los cánticos de unos taparon los lamentos de los que morían aplastados.
No hubo culpables de aquella tragedia y tampoco se recuerda a los fallecidos con placa alguna en el estadio millonario.
La puerta 12 ahora se llama Puerta L y está oculta por un caracol que sube a lo alto de la tribuna Centenario.
Todo esto y algo más es lo que cuenta el extraordinario documental del director argentino Pablo Tesoriere. Después de verlo uno se ve en la obligación de pararse un momento y reflexionar sobre el verdadero sentido del fútbol.
Por desgracia no fue la primera ni será la última tragedia en un recinto deportivo.
Por eso el miércoles, cuando Argentina y España ingresen en el hervidero, aquí estaremos recordando a los caídos en el Monumental.
No sólo de fútbol vive el hombre, aunque muchas veces lo parezca...

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