lunes, 11 de enero de 2010

Aquel gol que no subió al marcador

Desde que Pablo empezó a distinguir la pelota picada por cuarenta y cuatro pies de las que se tocan con la mano y otros artilugios, sentía envidia de los jugadores que se cansan de hacer goles cada domingo y ponen patas arriba los estadios con golpeos imposibles que sortean zagueros de miles de euros y porteros felinos como gatos.

Esa pelusa fue la que le hizo saltar la alambrada aquella noche con la redonda escondida en la tripa bajo un suéter de lana tejido con mucho amor de madre.

Yo vi desde el exterior como la posaba cerca del rectángulo de la verdad, por el lado de afuera y esquinada un poquito a la derecha.

No sé como lo hizo pero el balón se metió por la escuadra bajo el murmullo de las estrellas que asistieron sin pagar boleto a presenciar aquella chifladura sin sentido.

No hubo aclamación, únicamente se notó el silencio estrepitoso de un estadio vacío.

Pero al día siguiente fue distinto porque hubo el jolgorio del partido de nuestro equipo, bullicio de derbi territorial en los que se pierden saludos durante apenas una semana.

Y más al paso por el treinta de la segunda parte.

El árbitro decretó falta en la frontal contra los nuestros y con el parapeto situado a nueve quince dio un brinco sobre la valla justo antes de sonar el silbato, y pateó un lujo por encima, tan ajustado, que mi vecino de portal Matías, arquero aquella tarde y peón especialista de profesión no pudo más que acompañar el vuelo del pelón con la mirada para después recoger el esférico del fondo de la portería.

Aquello sí que fue mundial.

La tribuna completa se desgarró con semejante tiro y se rompieron palmas de aplaudir al espontáneo.

Salió con ovación, casi a hombros, y escoltado por dos números de la Guardia Civil.

Casi, casi, como los futbolistas de primera división, esos que hacen goles como quien enciende un pitillo una tarde de domingo.

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