El gol de Ghiggia en Maracaná |
Según las estadísticas de la época, en 1950 vivían en Brasil algo más de 53 millones de personas en la misma proporción aproximada de hombres y mujeres. De esos, 198.854 estaban en el estadio de Maracaná el día del partido definitivo entre brasileños y uruguayos. Si se tiene en cuenta que un porcentaje de ellos, no más del uno por ciento, eran, como lo siguen siendo ahora en cualquier campo de juego, unos desalmados malnacidos, quedan para la cuenta poco menos de 198.000.
Yo no sé nada de esoterismo, pero sí que ví la película escrita por Guillermo Arriaga y dirigida por Alejandro González Iñárritu, los padres de Babel y Amores Perros, que casualmente hacía referencia a la masa corporal que pierde el ser humano al morir. Haciendo caso a lo que se contaba en esa película, se puede conjeturar que el peso del alma, siempre según Guillermo Arriaga, es de 21 gramos.
Ahora, con unos conocimientos básicos de matemáticas, la operación resulta ciertamente sencilla: 21 gramos de alma x 197855 espectadores =4.154.954 gramos.
Ese es el peso del alma de los torcedores que acusaron ciegamente al Ñato Ghiggia aquella tarde en Río.
Ahora, echando mano del Sistema Métrico Decimal, resulta un peso equivalente de más de cuatro mil kilos, y por fin, cuatro toneladas y pico de alma.
Sólo un supuesto más queda por añadir, y es que, si el alma es etérea, y la densidad del éter es de 700 kg/m3, el hurto del puntero uruguayo tenía un volúmen de 5,6 m3, a parte claro, de sus holgadas cuatro toneladas de peso. La pregunta, por lo tanto, surge al vuelo:
¿Cómo pudo salir de estadio de Maracaná aquel 16 de julio el flaco y bajito Alcides Ghiggia sin llamar la atención ni levantar la más mínima sospecha con aquel botín de tan extraordinarias dimensiones?
No lo hizo, porque Alcides no era un ladrón. Lo sabían el Negro Jefe Varela, Roque Máspoli, Pata Loca Pérez, Pepe Schiaffino y el Cato Tejera. Lo sabía hasta Moacyr Barbosa, el arquero al que condenó el gol postrero de Ghiggia y que purga la pena desde aquella fatídica fecha que volteó para siempre la historia del fútbol platense:
"En Brasil la pena que la ley establece por matar a alguien es de treinta años. Están por cumplirse cincuenta de aquella final y yo sigo encarcelado: la gente todavía dice que soy el culpable. Fue una tarde de los años ochenta en un mercado. Me llamó la atención una señora que me señalaba con el dedo, mientras la decía en voz alta a su chiquito: Mirá, hijo... Ese es el hombre que hizo llorar a todo Brasil".